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CUERPO VIOLENTADO, CUERPO DE SALVACIÓN. APUNTES PARA VIVIR UNA ESPIRITUALIDAD EUCARISTÍCA EN UN MUNDO DE CUERPOS ROTOS

Erika Jacinto
Introducción
En la actualidad el ser humano vive un mundo que avanza de manera vertiginosa, tanto positiva como negativamente, y es en este mismo mundo donde se encuentra el concepto violencia, término tan «sonado» en nuestra realidad. Basta abrir los diarios, encender la radio o televisión, escuchar un comentario en la calle, etc., para darse cuenta que cada vez va ganando más terreno en nuestra vida, la afecta y no permite avanzar hacia un crecimiento personal y espiritual, al contrario, el ser humano se ve disminuido en toda su persona –cuerpo, como le denomina el hebreo bíblico– y por consiguiente a la sociedad a la que pertenece. Ante esto surge la pregunta ¿Es posible vencer la violencia en un mundo de cuerpos rotos y lastimados por ella? Y desde la experiencia cristiana se responde que sí, dado que Cristo la venció y nos dio ejemplo de ello con su entrega generosa en la cruz y no solamente allí, sino que nos dejó el memorial y actualización de cómo hacerlo, la Eucaristía. Él, el cuerpo roto y violentado nos enseña el camino a seguir. Por tal razón el presente ensayo intenta abordar este tema desde esta perspectiva, relacionando los conceptos «violencia», «cuerpo» y «Eucaristía». Para ello se ha elegido un pequeño elenco bibliográfico y hemerográfico que permite una visión  general del tema. Principalmente se ha tomado como guía de trabajo el concepto de violencia tratado por el filósofo francés René Girard.

El ensayo está divido en tres apartados, a saber:
1.      La violencia
2.      La eucaristía
3.      La Eucaristía y el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia
Medio El presente ensayo parte del siguiente relato: «un día laborable de la semana, cerca del medio día, un grupo de manifestantes, cierra una de las principales avenidas de la ciudad, lo cual impiden el  paso a todos los vehículos. No se sabe el motivo de dicha protesta, sin embargo son muchas las personas afectadas por este hecho. El diálogo es imposible, razón por la cual se da un enfrentamiento donde la violencia sale a flote. Se observa rostros molestos, encendidos de ira, se escuchan comentarios agresivos, quejas, preocupaciones, etc. Después de veinte minutos se logra el diálogo, se libera la avenida y todos continúan su marcha. Sin embargo, esto no para aquí, el evento tiene otras repercusiones, como son: las estaciones posteriores se encuentran al máximo en su capacidad, hay un gran número de  personas que desean utilizar el transporte, razón por la cual, se agreden para abordar, se golpean, hay malas palabras, incluso, se hace presente el dueño de lo ajeno».
¿Cuál es la razón de este relato? Simplemente es un claro, pequeño, cotidiano y real ejemplo de la violencia en  nuestras vidas y por lo tanto en nuestro mundo. Se observa que cuando los deseos o intereses de alguien se ven afectados, su agresividad natural se traduce en acciones intencionales (o amenazas de acción) que tienden a causar daño a otros seres humanos, generando de tal manera la «violencia».

1.      La violencia
El filósofo francés René Girard señala el origen de la violencia de la siguiente manera[1]: en todos los deseos que se observan, no solamente se cuenta con un objeto y un sujeto, sino que hay un tercer elemento: el rival, el cual, desea el mismo objeto que el sujeto. Y esto no por afinidad accidental. El sujeto desea el objeto precisamente porque el rival lo desea. Deseando tal o cual objeto, el rival se lo designa al sujeto como deseable. El rival es el modelo del sujeto  en el plano esencial del deseo. Se pasa del deseo del objeto al sujeto, es decir, «el prójimo es el modelo de nuestros deseos». A esto, él lo llama  deseo mimético.  
El objeto que se desea, sigue siendo el modelo del prójimo, éste quiere conservarlo, reservarlo para su propio uso, lo que significa que no se dejará arrebatar sin luchar. Esta oposición exaspera el deseo, sobre todo cuando procede de quien lo inspira. Y si al principio no procede de él, pronto lo hará, puesto que si la imitación del deseo del prójimo crea la rivalidad, ésta, a su vez,  origina la imitación. Es así como la naturaleza mimética del deseo explica el mal funcionamiento de las relaciones humanas.
Comenta Girard:
No sólo nos mostramos ciegos ante las rivalidades miméticas en nuestro mundo, sino que las ensalzamos cada vez que celebramos la pujanza de nuestros deseos. Nos congratulamos de ser portadores de un deseo que posee la capacidad de “expansión de las cosas infinitas”, pero no vemos, en cambio, lo que esa infinitud oculta: la idolatría por el prójimo, forzosamente asociada a la idolatría por nosotros mismos, pero que hace muy malas migas con ella. Los inextricables conflictos que resultan de nuestra doble idolatría constituyen la fuente principal de la violencia[2].
Pero aquí no termina todo, al contrario, la rivalidad de los deseos no sólo tiende a exasperarse, sino que, al hacerlo, se expande por los alrededores, se transmite a unos terceros que se dejan afectar por la violencia comenzando así con un circulo vicioso interminable de violencia, o por qué no llamarle cultura de violencia, en donde se canaliza la violencia interior producida por la insatisfacción del deseo, en violencia exterior reflejada en las estructuras, la sociedad, lo político, religioso, etc.
¿Es posible vencer la violencia?
Cuando a diario se leen las páginas de los periódicos, se miran los noticieros o escucha la radio, se constata que la mayoría de la información tiene una carga pesada de violencia.  Ante esto, surge la pregunta ¿cómo vencer la violencia? Y la respuesta  que se da es: el rechazo del círculo vicioso de la violencia sólo es posible a partir de Jesús de Nazaret, porque Él, el no-violento se ha enfrentado a un mundo de pecado y violencia y lo ha vencido.
El Hijo de Dios se encarna,  se hace hombre, entra en la condición humana por medio de una concepción y nacimiento. De tal manera, asume nuestra carne mortal, participa de nuestra debilidad y fragilidad, se hace presente en un mundo de violencia.
Cuando Jesús nace, Palestina es un pequeño cantón de la provincia romana de Siria, gobernada por un rey pagano, Herodes, al que Roma sostiene en el trono. Esta dependencia de un centro situado en el exterior se concreta en el interior por la presencia de las fuerzas de ocupación y por toda una clase de recaudadores de impuestos que provocaban una gran opresión económica, las extorsiones y el cobro de cantidades superiores a la tasa fijada era cosa común, así como también existían los ricos poseedores de tierras que expoliaban a los campesinos con hipotecas y expropiaciones por las deudas contraídas y no pagadas. A pesar de esto, la opresión no residía del todo en la presencia del poder extranjero y pagano, sino en la interpretación legalista de la religión y de la voluntad de Dios. La ley, que debía ayudar al hombre en la búsqueda de su camino hacia Dios, había degenerado con las interpretaciones sofisticadas y las tradiciones  absurdas en una terrible esclavitud impuesta en nombre de Dios (Mt, 23,4: Lc 11,46). Su observancia escrupulosa, en el afán de asegurar la salvación, había conseguido que el pueblo se olvidara de Dios, autor de la ley y de la salvación. La ley, en vez de contribuir a la liberación, era una dorada prisión; en vez de ayudar al hombre a encontrar a los otros hombres y a Dios, le cerraba el paso hacia ambos, definiendo a quién ama Dios y a quién no, quién es puro y quién no lo es, quién es el prójimo que debo amar y quién el enemigo que debo odiar[3].
Ante esta realidad de injusticia y opresión (rostros de la violencia), la reacción de Jesús  es un tanto sorprendente. El no se presenta como revolucionario empeñado en modificar las relaciones imperantes, ni surge como un predicador interesado sólo en la conversión de conciencias. Jesús anuncia un sentido último, estructural y global, que va más allá de todo lo factible y determinable por el hombre. En torno a él, el mundo de los seres humanos asume un rostro distinto. Hay una inversión de valores, los que eran despreciados, discriminados, ahora son de los elegidos. Las relaciones recíprocas comienzan a ser diferentes. Lo que estaba destruido, sin contacto vivo, vuelve a vivir, se reúne y acoge. Con él se aprende a vivir con confianza, ya no es necesario buscar refugio en otras cosas. Los cuatro evangelios muestran a un hombre completamente libre y que no tiene a nadie por rival o por enemigo; un hombre que deja a cada uno en su propia libertad y no lo obliga en absoluto. Ya que era radicalmente no-violento podía hablar de un modo del todo auténtico y no falso de Dios, su Padre, y dejar sobre su camino, detrás de sí, un mundo transformado.
Su presencia da paso a la nueva sociedad de Dios, la cual, se dilataba en el ámbito de irradiación de Jesús, no en fuerza de una proyección o de un programa de acción. Jesús no era, en absoluto un modelo para imitar[4]. Aquí encontramos, de nuevo, la mimesis (descrita por René Girard como punto de partida de la tendencia humana hacia la violencia). Jesús invita a «imitar» pero no como imitación de hábitos personales, gestos, etc., sino imitar lo que es su propio deseo, el impulso que lo lleva a él hacia el fin que se ha fijado: parecerse lo más posible a Dios Padre.  Es así como Jesús no responde a un deseo específicamente «suyo», no pretende «ser él mismo»  o vanagloriarse de «obedecer sólo a su propio deseo». Su meta es llegar a ser la imagen perfecta de Dios.
Ni el Hijo y ni el Padre desean con avidez, con egoísmo. El Padre hace salir el sol «sobre los que obran mal y sobre los que hacen bien» (Mt 5,45), da sin escatimar, sin señalar diferencia alguna entre los hombres. De tal manera que si se imita el desinterés divino, nunca se cerrará sobre uno la trampa de las rivalidades miméticas[5].
Al respecto comenta Hernán Cardona, Doctor en teología:
Que la violencia haya sido arrancada de raíz de las relaciones entre los seres humanos, era ya entonces una caracterización central y fundamental de lo que los evangelios han llamado «soberanía de Dios, Señorío de Dios, o Reino de Dios» y que en Jesús y en sus alrededores estaba de hecho presente, como realidad de verdad nueva[6].

El no-violento padece la violencia
La aparición de Jesús como el no-violento provoca un desacuerdo entre los hombres. Desenmascara, por medio de su sola existencia, las formas habituales de concordia humana por engañosas, incluso las tenidas en mayor consideración como eran la familia, la comunidad, la religión, etc. Los que han sido desenmascarados se vuelven sobre aquel que los ha puesto en evidencia con su transparente identidad. Vuelcan sobre él sus hostilidades, frustraciones, intrigas, buscan maltratarlo, darle muerte.
Y es así como en Jesús se descarga toda la violencia de sus contrarios, él es el cordero de Dios que quita el pecado del mundo, es la víctima inocente injustamente sacrificada.  Él es el chivo expiatorio[7]  -como le llama Girard- que ha arrancado a todos de su seguridad íntimamente corrompida.  En este momento, la comunidad sólo aspira a la destrucción de la víctima aunque parezca poca cosa para sus apetitos de violencia.
Destrucción que es llevada hasta la cruz, lugar donde muere Jesús. Él, el no-violento renuncia a utilización de la violencia, «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). Jesús sabe que su muerte es consecuencia de la fidelidad a su misión y la acepta con total libertad del que se sobrepone a la dureza de lo inevitable. No deja que le quiten la vida: la entrega él libremente, como se ha entregado durante toda su existencia[8].
La grandeza de Jesús estuvo en no rendirse ante la oposición y la condena. Ni siquiera al sentirse abandonado por el Dios a que siempre había servido. Perdona y continúa creyendo y esperando. En la experiencia total de fracaso, en el culmen de la desesperación y del abandono se revela la plenitud de la confianza y de la entrega al Padre. Jesús no encuentra ningún apoyo en sí mismo ni en su obra (no responde a deseos egoístas). Sólo se apoya en Dios y sólo en él puede poner su esperanza. Una esperanza así trasciende los límites de la propia muerte y la vence. Eso es lo que significa la resurrección que irrumpe en el corazón mismo del aniquilamiento.

2.      La Eucaristía
Ahora bien, Jesús no desconoció del todo su destino final,  sabía bien que el ser fiel al proyecto del Padre tarde o temprano le ocasionaría la muerte. Es así que durante la última cena pascual que celebró antes de padecer, Jesús vive el momento culminante de su experiencia terrena: la máxima entrega en el amor al Padre y a nosotros expresada en su sacrificio, que anticipa en el cuerpo entregado y en la sangre derramada.
Jesús, el Hijo de Dios encarnado se entregó para salvar a la humanidad del pecado y entregarle la vida eterna. El cuerpo violentado se vuelve cuerpo de salvación para todos los seres humanos. Es en una comida compartida con sus amigos que nos da el mandato de hacer lo que hizo.
El evangelista Lucas señala:
Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: «Este es mi cuerpo, que es entregado por ustedes. Hagan esto en conmemoración mía». Y del mismo modo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por ustedes». (Lc 22,19-20).
«Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio». Era costumbre entre los hebreos que así empezaran las comidas especiales, sobre todo la cena de Pascua. El padre de familia, al comenzar una comida ritual tomaba una hogaza de pan y la partía para luego entregar un pedazo de pan a cada uno de los que tomaban parte en la cena. Con esta acción representaba la bendición de Dios, que repartía el alimento a sus hijos.  Así todos los miembros de la familia unidos para celebrar la Pascua se ponían desde el principio en actitud de bendición y acción de gracias (es decir, de Eucaristía), reconociendo que todos los dones, sobre todo el pan que representa el alimento necesario para la vida, viene de Dios.
«Este es mi cuerpo». «Ésta es mi sangre». La palabra cuerpo es utilizada por los hebreos, no para designar solamente el cuerpo material, sino todo el ser humano completo. Por eso cuando Jesús pronunció en su propia lengua esta frase: «Esto es mi cuerpo» quiso decir que era todo lo que Él es en su persona. De igual manera, la sangre era el signo que representaba la vida, como dice el Levítico: «La sangre es la vida de todo ser viviente» (Lev 17,14).
«Hagan esto en conmemoración mía». La tradición antioquena (Lucas y Pablo) recuerdan que el Señor mandó comer este pan y beber este cáliz «en memoria mía», como se hacía en el sacrificio de la Pascua. Por eso la Iglesia enseña que la Eucaristía es el «sacrificio memorial» de la Pascua del Cristo. Lo que quiere decir que, al celebrarla, se hace memoria de cuándo comenzó este misterio, con la muerte y resurrección de Cristo, y que por medio de este sacramento nos incorporamos a él, para hacer presentes en nosotros ese sacrificio y para ofrecernos al Padre junto con Él[9].
Es así como el sacrificio de Cristo y el de la Eucaristía son un único sacrificio: la víctima es la misma, sólo difieren en el modo de ofrecerla. El sacrificio de la cruz es también el sacrificio de los miembros de su cuerpo; de manera que «la vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo» (CEC 1367).

3.      Eucaristía y «El cuerpo de Cristo que es la Iglesia» (Col 1,24)
Pablo señalaba que el Cristo resucitado estaba tan unido con los cristianos que creían en Él, que se había hecho Cabeza de todo un Cuerpo que había formado con ellos, y que este Cuerpo era su Iglesia, la cual participaba y sigue participando del sacrificio de la cruz. Principalmente en el misterio de la Eucaristía. Esto es expresado genialmente por San Agustín:
Si ustedes son el cuerpo y los miembros de Cristo, su misterio está depositado en la mesa del Señor: ¡Ustedes reciben su propio misterio! Responden “Amén” a lo que son ustedes, y con su respuesta asienten: “¡Amén!”. Sean, pues miembros del cuerpo de Cristo, a fin de que su  Amén sea verdadero […] Aglutinados en su cuerpo, convertidos en sus miembros, seamos aquello que recibimos[10].
«Seamos aquello que recibimos». Recibimos el Cuerpo y la Sangre de Cristo, recibimos y somos parte de su proyecto de salvación y de vida nueva. Reconocemos  a Jesús Verbo Encarnado que se ha hecho hombre por amor a la humanidad, ha dado a conocer el amor del Padre, su proyecto de salvación. Ha trazado el camino a seguir, un camino donde no se busquen los intereses egoístas sino que la meta sea llegar a ser la imagen perfecta de Dios Padre. Jesús, el no-violento venció la violencia con un amor y entrega única. Él por una fidelidad no-violenta hasta la muerte se pone como paradigma para todo aquel que quiera meterse a su seguimiento, solamente así se puede vencer la violencia y crear la nueva sociedad, que no necesita más de violencia alguna,  y no se puede construir gracias a un proyecto o a una decisión que viene de los alto, de manera extraordinaria, sino que surge siempre y solamente a partir de la libertad de los individuos, de la cual gozan aquellos que siguen a Jesús imagen de Dios Padre.
Si en la Eucaristía recibimos, comulgamos y hacemos lo anterior en conmemoración de Jesús, iremos creando la nueva sociedad del «Reino de Dios o Soberanía de Dios». La cual, día a día venza la violencia existente en el mundo expresada en diferentes formas como son: la injusticia, el odio, la maldad, la venganza, la opresión, etc. que se fragmentan el cuerpo de Iglesia, es decir, cuerpos violentados de una u otra manera. Con la eucaristía el cristiano se hace un solo cuerpo entregado al bien del mundo para alimentarlo y transformarlo en un cuerpo de resurrección.
La realidad central de la Eucaristía es el amor de Cristo que libremente acepta la muerte en la cruz –representado por la doble consagración- y ofrece  la resurrección como manifestación de un amor que llena de gozo a los que participan en su vida diaria del misterio de la cruz. Por esta razón la Eucaristía es una síntesis de cómo se solucionarían los problemas del mundo que librado a sí mismo caerían en la destrucción. La Eucaristía es la mejor respuesta al problema fundamental de la declinación de la historia humana.
Al respecto señala el Sacerdote Jesuita Enrique E. Fabbri:
Es la Eucaristía que al unir al hombre con la obra redentora del Señor hace marchar el cuerpo humano hacia la gloria de la resurrección. Y es tanto el gozo de esta transformación que el cuerpo se hace cada vez más luminoso ya en esta tierra y es tal el gozo de esa alegría que se hace cada vez más servicial y agradecido en sus relaciones con los demás y en todas las implicaciones que esto encierra en los acontecimientos de todo tipo, propios de la historia de la humanidad[11].

Y si el cuerpo se hace más luminoso, una luz puede contagiar a otra luz y sean cada vez más las que alumbren este mundo lleno de tanta violencia y maldad, un mundo que solamente piensa en hacer del prójimo el modelo de los deseos propios, y no amar al prójimo como así mismo, con lo cual Jesús invita a romper con el circulo vicioso de la violencia.

Conclusión
Es así, como a través de este gran misterio de amor la «Eucaristía» el ser humano puede vencer la violencia. Violencia generada por el deseo mimético que desestabiliza a la persona y a la comunidad en la que se vive, al mismo tiempo que se propaga de manera creciente como una gran epidemia.  Ante esta realidad, Jesús eucaristía nos señala el camino a seguir. Él –que  no deseó nada más que parecerse a su Padre, dar a conocer su persona y proyecto– sufrió la violencia al extremo hasta morir en la cruz. El no-violento sufrió la violencia y la enfrenta no respondiendo a ella.
Este es el testamento que nos deja en la Eucaristía (uno de tantos aspectos), en las especies del pan y del vino han sufrido la violencia de la transformación, se hace presente realmente Jesús para recordar y actualizar su pasión, muerte y resurrección y hacernos recordar cada día que es posible vencer la violencia con amor, y al recibir el amor ser propagadores de él, al mismo tiempo desear ser imagen de Dios Padre, vivir y proclamar el Reino de Dios, la soberanía de Dios. Como dice San Agustín «Aglutinados en su cuerpo, convertidos en sus miembros, seamos aquello que recibimos».


Bibliografía
Publicaciones
Boff, Leonardo, Jesucristo y la liberación del hombre, Ediciones Cristiandad, Madrid 1981.
Girard, René, Veo a Satán caer como relámpago, Anagrama, Barcelona 2002.
González, Carlos Ignacio, La Eucaristía, luz y vida del cristiano, Buena Prensa, México 20033.
Martini, Carlo María, Sobre el cuerpo, Edicep, Valencia 2001.

Revistas
Cardona, Hernán, «Para vencer la violencia. Una reflexión bíblica», en Cuestiones teológicas y filosóficas  Vol. 25, no. 1 (1999) 137-158.
Fabbri, Enrique E., «Cuerpo: transparencia del ser humano en el tiempo y el espacio», en Cías, Vol.50, no. 505 (Agosto 2001) 337-366.



[1] Cf. Ibidem, 26-28.
[2] René Girard, op. cit., 27-28.
[3] Cf. Leonardo Boff, Jesucristo y la liberación del hombre, Ediciones Cristiandad, Madrid 1981, 301-303.
[4] Cf. Hernán Cardona, «Para vencer la violencia. Una reflexión bíblica», en Cuestiones teológicas y filosóficas  Vol. 25, no. 1 (1999) 143-146.
[5] Cf. René Girard, op. cit., 30-31.
[6]Hernán Cardona, art. cit., 147.
[7] La expresión chivo expiatorio designa, en primer lugar, la víctima del rito judío que se celebraba durante las grandes ceremonias de expiación (Lev 16,21); en segundo lugar, todas las víctimas de ritos análogos existentes en las sociedades arcaicas y denominados asimismo ritos de expulsión, y, en tercer lugar, todos los fenómenos de transferencia colectiva no ritualizados que observamos o creemos observar a nuestro alrededor.
[8] Cf. Leonardo Boff, op. cit., 340.
[9] Cf. Carlos Ignacio González, La Eucaristía, luz y vida del cristiano, Buena Prensa, México 20033, 53-60.
[10] Sermón 272, PL. 38, 1247 y Sermón 57, 7. PL. 38, 389. citado por Enrique E. Fabbri, «Cuerpo: transparencia del ser humano en el tiempo y el espacio», en Cías, Vol.50, no. 505 (Agosto 2001) 357.
[11] Enrique E. Fabbri, «Cuerpo: transparencia del ser humano en el tiempo y el espacio», en Cías, Vol.50, no. 505 (Agosto 2001) 358-359.













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